martes, 10 de agosto de 2010

Ilustracion y romantisismo.




Los pintores que no son coloristas no hacen pintura sino grabado. La pintura propiamente dicha, a menos que se quiera hacer un camafeo, implica la idea del color como una de las bases necesarias, así como el claroscuro y la proporción y la perspectiva. La proporción se aplica tanto a la escultura como a la pintura; la perspectiva determina el contorno; el claroscuro produce el relieve por la disposición de las sombras y de los claros puestos en relación con el fondo; el color da la apariencia de la vida, etcétera.

El escultor no comienza su obra por un contorno; construye con la materia una apariencia del objeto que, tosco en un principio, presenta desde el comienzo la condición principal que es el relieve real y la solidez. Los coloristas, que son aquellos que reúnen todas las partes de la pintura, deben establecer al mismo tiempo y desde el principio todo lo que es propio y esencial de su arte. Deben modelar con el color como el escultor con el barro, el mármol o la piedra; su esbozo, al igual que el del escultor, debe presentar igualmente la proporción, la perspectiva, el efecto y el color.

El contorno es tan ideal y convencional en la pintura como en la escultura; debe resultar naturalmente de la buena disposición de las partes esenciales. La preparación combinada del efecto que implica la perspectiva y del color se aproximará más o menos a la apariencia definitiva según el grado de habilidad del artista; pero en este punto de partida se encuentra el principio claro de lo que será más tarde.

Champrosay, 5 de mayo de 1852

(...) Hay que esbozar el cuadro como si el tema estuviera cubierto por un tiempo, sin sol, sin sombras tajantes. Radicalmente no hay ni claro ni sombras. Hay una masa coloreada para cada objeto, reflejada de forma diferente por todos los lados. Suponed que, sobre esta escena, que transcurre al aire libre con un tiempo gris, un rayo de sol ilumina súbitamente los objetos: tendréis lo que se entiende por claros y sombras, pero se trata de meros accidentes. Su verdad profunda, y que puede parecer singular, es toda la armonía del color en la pintura. ¡Cosa extraña! Sólo ha sido comprendida por un número muy pequeño de grandes pintores, incluso dentro de aquellos que poseen reputación de coloristas.

París, 13 de abril de 1853

Para acabar un cuadro siempre hay que estropearlo un poco. Los últimos toques destinados a poner en armonía las distintas partes le restan frescura. Es preciso presentarse ante el público suprimiendo todos los afortunados descuidos que constituyen la pasión del artista. Comparo estos retoques asesinos con esos estribillos banales con que terminan todas las canciones y con esos espacios insignificantes que el músico se ve obligado a colocar entre los fragmentos interesantes de su obra, para llevar de un motivo a otro o para hacer que destaquen. No obstante, los retoques no son tan funestos para el cuadro como podría pensarse, cuando el cuadro está bien pensado y ha sido realizado con un sentimiento profundo. El tiempo devuelve a la obra su conjunto definitivo, borrando los toques, tanto los primeros como los últimos.

Champrosay, 12 de octubre de 1853

Sobre el empleo del modelo. Este efecto es el que hay que obtener del empleo del modelo y de la naturaleza en general; también es el menos frecuente en la mayoría de los cuadros en los que el modelo desempeña un papel importante: todo recae en él y del pintor no queda nada.

En un hombre muy sabio y muy inteligente a la vez, su utilización del modelo suprime naturalmente del resultado los detalles que el pintor que pinta con la imaginación siempre prodiga demasiado por miedo a omitir algo importante, lo que le impide tocar francamente y resaltar en toda su realidad los detalles verdaderamente característicos. Por ejemplo, las sombras siempre son demasiado detalladas en la pintura de imaginación, especialmente en los árboles, los ropajes, etcétera.

Rubens es un ejemplo notable del abuso de los detalles. Su pintura, en la que domina la imaginación, es superabundante en todo; sus accesorios están demasiado acabados; su cuadro se parece a una asamblea en la que todo el mundo habla a la vez. Y sin embargo, si comparáis esta manera exuberante, no diré con la sequedad y la indigencia moderna sino con cuadros muy bellos en los que la naturaleza ha sido imitada con sobriedad y más exactitud, sentís inmediatamente que el verdadero pintor es aquel en el que la imaginación habla antes que nada.

Jenny me decía ayer, con su gran sensatez, cuando estábamos en el bosque y yo le elogiaba el bosque de Díaz, “que su imitación exacta sólo resultaba más fría”, ¡y ésa es la verdad! Este escrúpulo excesivo por no mostrar lo que se muestra en la naturaleza siempre hará al pintor más frío que la naturaleza que cree imitar; por otra parte, la naturaleza está lejos de ser interesante desde el punto de vista del efecto de conjunto. Si cada detalle ofrece una perfección que calificaré de inimitable, en revancha, la reunión de estos detalles rara vez presenta un efecto equivalente al que resulta, en la obra del gran artista, del sentimiento del conjunto y de la composición. Esto es lo que me hacía decir hace un momento que si el empleo del modelo daba al cuadro cierto carácter impresionante, esto sólo podía ocurrir con hombres muy inteligentes: en otras palabras, que sólo los que saben conseguir el efecto sin el modelo, pueden realmente sacar partido de él cuando lo consultan.

¿Qué será entonces, por otra parte, si el tema implica mucho patetismo? ¡Ved cómo, en temas semejantes, Rubens gana a todos los demás! ¡Cómo la franqueza de su ejecución, que es una consecuencia de la libertad con la que imita, aumenta el efecto que quiere producir sobre el espíritu! Ved esta escena interesante que transcurre, si queréis, alrededor del lecho de una mujer agonizante: reproducid, captad, si es posible por medio de la fotografía, este conjunto; quedará deslucido a mil aspectos. Se debe a que, según el grado de vuestra imaginación, la escena os aparecerá más o menos bella, seréis más o menos poetas, en esta escena en la que sois actores; sólo veis lo que es interesante, a pesar de que el instrumento haya reproducido todo.

Hago esta observación y corroboro todas las anteriores, es decir, la necesidad de mucha inteligencia en la imaginación, al volver a ver los croquis realizados en Nohant para la Santa Ana: el primero, realizado a partir del natural, me resulta insoportable después de volver a ver el segundo, que, sin embargo, es casi un calco del precedente, pero en el cual mis intenciones quedan más acusadas y las cosas inútiles, alejadas, introduciendo también el grado de elegancia que sentía que era necesario para alcanzar la impresión del tema.

Por tanto es mucho más importante para el artista aproximarse al ideal que lleva dentro de sí mismo, y que es particular de él, que reflejar, incluso con fuerza, el ideal pasajero que puede presentar la naturaleza, y ésta se presenta de muchas formas; pero además, el que las ve es un hombre determinado y no el hombre común, lo que prueba que la belleza proviene de su imaginación, precisamente porque sigue su talento.

Este trabajo de idealización se da en mí casi sin yo saberlo, cuando reproduzco una composición surgida de mi cerebro. Esta segunda edición siempre queda corregida y más cercana a un ideal necesario; de este modo, ocurre lo que parece una contradicción y que no obstante explica cómo una ejecución demasiado detallada, como la de Rubens, por ejemplo, puede no ahogar la imaginación por el efecto. Esta ejecución se ejerce sobre un tema perfectamente idealizado; la superabundancia de detalles que se deslizan en ella, debido a la imperfección de la memoria, no puede destruir esta simplicidad, por otra parte muy interesante, que se encontró primero en la exposición de la idea, y, como acabamos de ver a propósito de Rubens, la franqueza de la ejecución acaba de salvar el inconveniente de la prodigalidad de detalles. Si, en medio de una composición semejante, introducís una parte realizada con gran cuidado a partir de un modelo, y si lo hacéis sin ocasionar una gran discordancia, habréis ganado el mayor de los retos y armonizado lo que parece inconciliable; de alguna forma se trata de la introducción de la realidad en medio de un sueño; habréis reunido dos artes diferentes, ya que el arte del pintor verdaderamente idealista difiere tanto del frío copista como la declamación de la Fedra dista de la carta de una modistilla a su amante. La mayoría de esos pintores, tan escrupulosos en el empleo del modelo, sólo suelen ejercer su capacidad de copiarlo fielmente en composiciones mal digeridas y sin interés. Creen haber incluido todo, cuando han reproducido cabezas, manos y accesorios imitados servilmente y sin relación mutua.

(...) Sobre la imitación de la naturaleza, este gran punto de partida de todas las escuelas y que las divide tan profundamente, según lo interpreten, toda la cuestión parece reducirse a lo siguiente: ¿está hecha con miras a complacer a la imaginación o bien para satisfacer simplemente una especie de conciencia de carácter singular que consiste, para el artista, en estar contento de sí mismo cuando ha copiado, lo más exactamente posible, el modelo que tiene ante sus ojos?

París, 29 de julio de 1854

Sobre el retrato. Sobre el paisaje, como acompañamiento de los sujetos. Sobre el desprecio de los modernos hacia este elemento de interés. Sobre la ignorancia en la que se encontraban casi todos los grandes maestros sobre el efecto que de él se podía extraer: Rubens, por ejemplo, que hacía muy bien el paisaje, no se preocupaba de relacionarlo con sus figuras, a fin de hacerlas más patentes, quiero decir patentes para el espíritu, puesto que para la vista, sus fondos generalmente están calculados para exagerar un poco el color de las figuras por el contraste. En Rembrandt –y esto ya es la perfección–, el fondo y la figura incluso no son más que uno. El punto de interés se encuentra por todas partes: no se distingue nada, como si se tratara de una bella vista ofrecida por la naturaleza y en donde todo converge para encantarnos. En Watteau, los árboles son habituales: siempre son los mismos y además se trata de árboles que recuerdan más los decorados de los teatros que los del bosque. Un cuadro de Watteau colocado junto a un Ruysdaël o un Ostade pierde mucho. Lo artificial salta a la vista. Uno se cansa rápidamente del convencionalismo que presentan y no puede menos que quedarse con los flamencos.

La mayoría de los maestros ha adquirido la costumbre, imitada servilmente por las escuelas que les han seguido, de exagerar la oscuridad de los fondos que emplean en los retratos; han creído que así las cabezas resultan más interesantes, pero esta oscuridad de los fondos junto a las figuras iluminadas resta a estos retratos el carácter de sencillez que debería ser lo principal. Sitúa a los objetos que se quieren poner de relieve en condiciones completamente extraordinarias. En efecto, ¿acaso es natural que una figura iluminada se destaque sobre un fondo muy oscuro, es decir, no iluminado? La luz que llega a la persona, ¿no debería lógicamente llegar a la pared o a la tapicería sobre la cual se destaca? A menos que supongamos que la figura se destaca fortuitamente sobre unos tapices extremadamente oscuros –pero esta condición es muy rara– o sobre la entrada de una caverna o de una cueva totalmente privada de la luz del día, circunstancia aún más rara, el medio no puede parecer sino artificial.

Lo que constituye el encanto principal de los retratos es la sencillez. No incluyo en los retratos aquellos en que se intentan idealizar los rasgos de un hombre célebre que no se conociese y a partir de imágenes transmitidas. La invención tiene derecho a mezclarse en representaciones semejantes. Los verdaderos retratos son aquellos que se hacen a partir de contemporáneos: nos gusta verlos sobre la tela, como nos los encontramos a nuestro alrededor, aunque se trate de personajes ilustres. Incluso respecto de estos últimos, es cuando más atracción nos ofrece la verdad completa de un retrato. Nuestro espíritu, cuando están lejos de nuestra vista, se complace en agrandar su imagen y las cualidades que los distinguen; cuando esta imagen está fijada y se encuentra ante nuestros ojos, encontramos un encanto infinito en comparar la realidad con lo que nos hemos imaginado. Nos gusta encontrar al hombre al lado o en el lugar del héroe.

La exageración del fondo en el sentido de la oscuridad hace resaltar mucho, si se quiere, un rostro muy iluminado; pero esta gran luz se convierte casi en crudeza: en una palabra, es un efecto extraordinario lo que está ante nuestros ojos, más que un objeto natural. Estas figuras destacadas tan singularmente parecen fantasmas y apariciones más que hombres. Este efecto ya se produce demasiado por sí solo, por el efecto del oscurecimiento de los colores por el tiempo. Los colores oscuros se hacen más oscuros todavía en proporción a los colores claros que dominan más, sobre todo si los cuadros han sido desbarnizados y barnizados de nuevo muchas veces. El barniz se pega a las partes oscuras y no se desprende fácilmente, y por tanto, la intensidad de las partes negras siempre aumenta; de suerte que un fondo que no había presentado, cuando la obra era nueva, más que una oscuridad mediocre obtendrá, con el tiempo, una oscuridad completa. Creemos, al copiar esos Tizianos, esos Rembrandts, disponer los claros y las sombras conforme a la relación que el maestro había mantenido entre ambos; reproducimos fielmente la obra, o más bien los estragos del tiempo. Estos grandes hombres se verían dolorosamente sorprendidos al encontrar costras ahumadas en lugar de sus obras, tal y como las hicieron. El fondo del Descenso de la Cruz de Rubens, que en realidad debía ser un cielo muy oscuro, pero que tal y como lo ha podido imaginar el pintor en la representación de la escena se ha ennegrecido tanto que es imposible distinguir en él un solo detalle.

Este fragmento pertenece a Ilustración y Romanticismo por Eugène Delacroix. Editor: Francisco Calvo Serraller, et al.

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